Acerca de la libertad y sus efectos colaterales
Nunca falta alguien que una mañana se despierta y decide independizarse. Entonces, este Pérez, pongámosle Pérez, hasta ese momento un Pérez anónimo en un barrio más de la ciudad llena de Pérez y de barrios, todos similares: con el almacén en la esquina y el kiosco a la vuelta, justo enfrente del viejo hotel de pasajeros (quién vivirá ahí, el techo se cae a pedazos); este Pérez, decíamos, marca con precisión los límites del territorio (que suelen coincidir con los del terreno de su casa, o, llegado el caso, con las medianeras de su departamento) y declara la creación de una República Soberana. Cruza las fronteras de su pequeño país para, contento, salir a la calle: no más himnos, banderas ni pendones, no más quejas de vecinos acerca de la economía y el quehacer cotidiano, bárbaras costumbres del territorio (ahora) limítrofe que Pérez nunca pudo comprender, folklore de una patria que Pérez, ahora como turista, visita con frecuencia para abastecerse de provisiones, cigarrillos y comida para el hamster (la tienda del veterinario está junto al hotel, y nuestro hombre no puede dejar de espiar hacia adentro cada vez que las cortinas están abiertas: nunca vio a nadie).
Ahora bien, los gobiernos (como todos sabemos, ecuánimes a la hora de prodigar el bien a sus ciudadanos), debido a distintas filiaciones ideológico-culturales-religiosas, suelen atenerse a disímiles criterios a la hora de encarar un problema como el que aquí se plantea (problema anormal, por cierto, aunque cada vez más frecuente): los hay quienes, indignados y preocupados, mueven a las Fuerzas Vivas de la Nación toda para sofocar la insurrección; sugieren a los más prestigiosos intelectuales que escriban columnas de opinión en diversos medios de todo el país (es una deshonra para la patria alguna vez soñada por San Martín y Sarmiento, dirán, y aconsejarán rasgarse las vestiduras ante este nuevo brote de sublevación separatista que atenta contra las bases mismas de nuestra sociedad); también, estos mismos gobiernos, convocan a las tres armas y a la policía, y a gendarmería y prefectura si fuera necesario, para que repriman y evacuen la zona aledaña al territorio ocupado, ley marcial y toque de queda en tres manzanas a la redonda y, por favor, sin presencia de los medios, el pueblo ya será debidamente informado por cadena nacional cuando todo vuelva a la normalidad. Entonces, aclamadas por los vecinos que siempre rompen el cordón policial y se acercan a informarse (mutuamente), las fuerzas del orden ingresan a la nueva República, dan captura al traidor a la patria y plantan bandera sobre el parquet del living-comedor. Llegada esta hora, incierto es el destino de Pérez: es probable que acabe por envejecer en alguna celda oscura de algún regimiento de provincia, a no ser que aparezca alguna noche colgado de su cinturón o, beneficiado por la mano bondadosa del gobierno de turno, salga de su encierro e inicie una larga y fructífera carrera en el mundillo de los negocios, o en política.
Pero también existe aquella doctrina según la cual el presidente o cabeza visible de la coalición gobernante, ya pública la noticia de la pacífica emancipación de Pérez, sale con su mejor sonrisa a saludar y felicitar a este hombre probo (de su madera están hechos los próceres de la patria dirá, para agregar: seremos, desde ahora, países hermanos en toda circunstancia), augurar futuras glorias y ofrecer ventajosos acuerdos de diversa índole que, poco a poco, harán florecer en todo su esplendor tanto a la antigua como a la nueva Nación. Sugiere a los más prestigiosos intelectuales que escriban columnas de opinión en diversos medios de circulación nacional (hay que aplaudir la iniciativa de este hombre que, consciente de la compleja coyuntura internacional, decidió dedicar su vida en pos de la realización del sueño bolivariano, se dirá), programa visitas de protocolo (si quiere le muestro el garage, señor presidente, verá que limpio y espacioso es), cenas en lugares que Pérez sólo conocía por fotos, y en poco tiempo el primer préstamo es avalado por el Ministerio: para agrandar el quincho o hacer la pileta o pintar las paredes manchadas de humedad; todo bajo control, la casa más linda, los intereses más bajos y la patria, su patria, cada vez más grande. Pero la primavera siempre termina antes de Navidad, y en el País de Afuera las cosas ya no funcionan tan bien. Los vecinos, en el almacén, se quejan con mayor frecuencia y los precios suben, el presidente ya no visita a Pérez ni lo invita a cenar, el Ministro es otro (el de ahora no sonríe, y aunque el calefón funciona cada vez peor y habría que cambiar el microondas, ya no hay más dinero para Pérez; de hecho, Pérez, no olvide que la semana entrante vence una cuota de su deuda), la veterinaria de la vuelta cerró y ahora nuestro héroe no sólo debe caminar seis cuadras para comprar el alimento balanceado sino que, además, ya no puede espiar por la ventana el comedor del hotel de pasajeros. La situación se hace insostenible, el PBI de la diminuta república disminuye al tiempo que aumenta la inflación, y Pérez, puesto a elegir entre la Soberanía y un plato de arroz, no puede hacer otra cosa que declararse en default. Es un subsecretario de traje gris el encargado de visitar la casa (alguna vez efímera República Soberana) para firmar las escrituras por las que Pérez cede su propiedad al gobierno (mándele saludos al presidente) y saldar, así, toda deuda. Años más tarde, desde su exilio en el viejo hotel de pasajeros, Pérez escribirá en sus memorias (que nunca serán editadas) la siguiente sentencia: denme la libertad o denme la muerte; aunque hay quienes (ignorantes o maliciosos) atribuyen esta frase a Patrick Henry, o a Saint-Just.
Nicolás Lantos nació en Buenos Aires en 1983. Es periodista y estudia Ciencia Política en la UBA. Publicó relatos en las antologías "Más y mejores cuentos" (2000) y "Nuevas narrativas. Historias breves" (2004). Mantiene el blog mierdadescalzo.blogspot.com.
Ahora bien, los gobiernos (como todos sabemos, ecuánimes a la hora de prodigar el bien a sus ciudadanos), debido a distintas filiaciones ideológico-culturales-religiosas, suelen atenerse a disímiles criterios a la hora de encarar un problema como el que aquí se plantea (problema anormal, por cierto, aunque cada vez más frecuente): los hay quienes, indignados y preocupados, mueven a las Fuerzas Vivas de la Nación toda para sofocar la insurrección; sugieren a los más prestigiosos intelectuales que escriban columnas de opinión en diversos medios de todo el país (es una deshonra para la patria alguna vez soñada por San Martín y Sarmiento, dirán, y aconsejarán rasgarse las vestiduras ante este nuevo brote de sublevación separatista que atenta contra las bases mismas de nuestra sociedad); también, estos mismos gobiernos, convocan a las tres armas y a la policía, y a gendarmería y prefectura si fuera necesario, para que repriman y evacuen la zona aledaña al territorio ocupado, ley marcial y toque de queda en tres manzanas a la redonda y, por favor, sin presencia de los medios, el pueblo ya será debidamente informado por cadena nacional cuando todo vuelva a la normalidad. Entonces, aclamadas por los vecinos que siempre rompen el cordón policial y se acercan a informarse (mutuamente), las fuerzas del orden ingresan a la nueva República, dan captura al traidor a la patria y plantan bandera sobre el parquet del living-comedor. Llegada esta hora, incierto es el destino de Pérez: es probable que acabe por envejecer en alguna celda oscura de algún regimiento de provincia, a no ser que aparezca alguna noche colgado de su cinturón o, beneficiado por la mano bondadosa del gobierno de turno, salga de su encierro e inicie una larga y fructífera carrera en el mundillo de los negocios, o en política.
Pero también existe aquella doctrina según la cual el presidente o cabeza visible de la coalición gobernante, ya pública la noticia de la pacífica emancipación de Pérez, sale con su mejor sonrisa a saludar y felicitar a este hombre probo (de su madera están hechos los próceres de la patria dirá, para agregar: seremos, desde ahora, países hermanos en toda circunstancia), augurar futuras glorias y ofrecer ventajosos acuerdos de diversa índole que, poco a poco, harán florecer en todo su esplendor tanto a la antigua como a la nueva Nación. Sugiere a los más prestigiosos intelectuales que escriban columnas de opinión en diversos medios de circulación nacional (hay que aplaudir la iniciativa de este hombre que, consciente de la compleja coyuntura internacional, decidió dedicar su vida en pos de la realización del sueño bolivariano, se dirá), programa visitas de protocolo (si quiere le muestro el garage, señor presidente, verá que limpio y espacioso es), cenas en lugares que Pérez sólo conocía por fotos, y en poco tiempo el primer préstamo es avalado por el Ministerio: para agrandar el quincho o hacer la pileta o pintar las paredes manchadas de humedad; todo bajo control, la casa más linda, los intereses más bajos y la patria, su patria, cada vez más grande. Pero la primavera siempre termina antes de Navidad, y en el País de Afuera las cosas ya no funcionan tan bien. Los vecinos, en el almacén, se quejan con mayor frecuencia y los precios suben, el presidente ya no visita a Pérez ni lo invita a cenar, el Ministro es otro (el de ahora no sonríe, y aunque el calefón funciona cada vez peor y habría que cambiar el microondas, ya no hay más dinero para Pérez; de hecho, Pérez, no olvide que la semana entrante vence una cuota de su deuda), la veterinaria de la vuelta cerró y ahora nuestro héroe no sólo debe caminar seis cuadras para comprar el alimento balanceado sino que, además, ya no puede espiar por la ventana el comedor del hotel de pasajeros. La situación se hace insostenible, el PBI de la diminuta república disminuye al tiempo que aumenta la inflación, y Pérez, puesto a elegir entre la Soberanía y un plato de arroz, no puede hacer otra cosa que declararse en default. Es un subsecretario de traje gris el encargado de visitar la casa (alguna vez efímera República Soberana) para firmar las escrituras por las que Pérez cede su propiedad al gobierno (mándele saludos al presidente) y saldar, así, toda deuda. Años más tarde, desde su exilio en el viejo hotel de pasajeros, Pérez escribirá en sus memorias (que nunca serán editadas) la siguiente sentencia: denme la libertad o denme la muerte; aunque hay quienes (ignorantes o maliciosos) atribuyen esta frase a Patrick Henry, o a Saint-Just.
Nicolás Lantos nació en Buenos Aires en 1983. Es periodista y estudia Ciencia Política en la UBA. Publicó relatos en las antologías "Más y mejores cuentos" (2000) y "Nuevas narrativas. Historias breves" (2004). Mantiene el blog mierdadescalzo.blogspot.com.
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