Thursday, December 29, 2005

Eran dos hombres

Desensillaron cuando caía el sol. Al oeste los cerros se encendieron y el cielo se volvió rojo como la sangre seca. Quería soplar un viento frío del lago, pero sólo eran rachas que agitaban las copas de los álamos y apenas revolvían el polvo del camino. Los caballos resoplaron y los hombres llevaron a sus animales de las riendas por el desvío que conducía hasta la casa. La casa estaba iluminada y ningún perro les salió al encuentro. En una de las ventanas los hombres distinguieron una silueta desplazándose y otra que permanecía quieta. Eran dos hombres y dos caballos, y el que iba primero llevaba una barba de días y era el padre del otro. El hijo superaba al padre en altura y llevaba sombrero, y los dos iban abrigados con camperas de cuero negro y pañuelos al cuello. El padre se detuvo, esperó a que su hijo lo alcanzara y entonces tomó las riendas del otro caballo; condujo a los animales hasta el poste del buzón y los ató.
Tenés mejor aspecto que yo, dijo el padre. Llamá.
Detrás del portón, de frente al camino, la F-100 resplandecía con los últimos rayos del sol, la chapa gris plateada y el parabrisas. La casa era modesta, como otras tantas que habían visto en el pueblo. El pueblo se llamaba Valle Verde.
El joven se adelantó hasta el portón y aplaudió. La silueta de la ventana permaneció inmóvil. La otra silueta ya no estaba. El joven apoyó las manos sobre el portón de madera, que era blanco al igual que la casa. El techo de la casa era de chapa verde, como en toda la región; como la puerta, verde militar o verde oliva. El joven volvió a aplaudir. Miró a su padre, que se acercaba.
¿Y?
No se mueve de la ventana.
El padre se llevó las manos a la boca y armó un altavoz.
¿Qué vas a hacer?, dijo el joven.
El padre bajó las manos. Llamar, o no te das cuenta.
Para que se entere todo el pueblo.
Como si no estuvieran enterados ya. El padre volvió a levantar las manos. Buenas tardes, dijo fuerte. Ey. Buenas tardes.
Algunos perros de las cercanías empezaron a ladrar. El joven escupió en el suelo. Fantástico, dijo.
El padre miró a su hijo. El hijo miraba la ventana. La silueta de la ventana desapareció.
Dentro de la casa, Carlos Estrada buscó a su mujer con la mirada. Alma estaba agachada junto a la estufa avivando el fuego con una chapa. Leña verde, dijo Alma.
No parecen de por acá, dijo Estrada.
Si fueran de por acá ya habrían pasado sin llamar. Alma dejó la chapa junto a la estufa, arrojó algunos palos al fuego y se levantó con un gemido. Maldita rodilla, dijo.
¿El nene?
Está en su pieza.
Voy a ver qué quieren. En una de esas...
Qué.
Estrada salió de la cocina. Nada, dijo.
Junto a la puerta había un armario. El pasillo estaba a oscuras. Estrada se puso en puntas de pie, extendió el brazo y con la mano tanteó el techo del armario.
Frente a la casa los hombres esperaban. El joven liaba un cigarrillo. Giró el papel entre los dedos y pasó la lengua por el borde del papel. Se puso el cigarrillo en la boca y se palpó los bolsillos de la campera y después los del pantalón. Mierda, dijo.
Bien, dijo el padre. A ver si largás ese vicio.
Mierda. Era un Zippo.
Ahí viene.
Estrada cerró la puerta y caminó los veinte pasos que lo separaban del portón. Pasó junto a la camioneta, apoyó la cadera en el guardabarros y miró a los hombres.
Buenas tardes, dijo el mayor.
Buenas.
Venimos de Cerro Viejo. Éste es mi hijo Ignacio.
El joven se sacó el cigarrillo de la boca y se llevó la mano al sombrero.
Antúnez, dijo el padre. Antúnez Ignacio, nos llamamos igual. El hombre tendió una mano. Sin moverse de su lugar, Estrada se inclinó y le tendió la suya.
Ustedes dirán.
Vamos a la Colonia. El hombre señaló hacia el norte.
Sé donde queda, dijo Estrada.
Tenemos por delante un par de horas de camino y me preguntaba si usted... ¿Es su hijo?
El hombre miraba hacia la puerta. Estrada se dio vuelta y vio a Lito bajo el alero. El chico sostenía su triciclo por el manubrio y miraba a los hombres.
Entrá a la casa, dijo Estrada.
Papá.
Ahora. El chico se dio vuelta y entró en la casa arrastrando el triciclo. Cerró la puerta.
El joven se había parado junto a uno de los caballos y le acariciaba el pescuezo. El caballo resopló y sacudió la testuz.
El padre miró al hijo y a los caballos. Medio arisca la yegüita, dijo. Se llama Helena. El hombre se volvió hacia Estrada. ¿Me dijo su nombre, caballero?
Tengo que volver a la casa.
Seguro. No le queremos robar el tiempo. ¿No es así, hijo?
No. El hijo ajustaba las cinchas de la montura.
Tenemos por delante tres horas de camino, sabe. Me preguntaba si no tendría algo de comida para darnos. Algo que le haya sobrado del mediodía. Y agua. Su señora debe ser buena cocinera. ¿O no parece, Ignacio, eh?
Ahá.
El hombre sonrió.
Tengo cosas que hacer, dijo Estrada. Buenas tardes.
Era una broma, hombre. Pan. Pan con queso y alguna fruta. Con eso vamos a andar bien. Qué me dice.
Estrada se dio vuelta y caminó hacia la casa.
Oiga. No se le da la espalda a un hombre sin motivo. Ey.
Estrada cerró la puerta con llave. Alma le quitaba los hilos a unas chauchas, de pie frente a la mesada.
Qué querían.
Siguen ahí, dijo Estrada. Dónde está mi celular.
Si no sabés vos.
¿El nene?
En su pieza. Dice que lo retaste.
No me gustan esos tipos. Voy a llamar a Saldías.
Ya lo llamé yo, dijo Alma. Desprendía los hilos y los arrojaba uno por uno a un tacho junto a la puerta del horno. Dijo que viene en diez minutos.
¿Hay pan?
¿Pan?
Dicen que sólo quieren algo de comida para el camino. Eso y se van.
¿Eso te dijeron? ¿Que se iban?
Creo que sí. Dónde hay.
En la alacena. Hay un salame, también. Por qué no esperás a que venga Saldías.
No los quiero un minuto más frente a mi casa.
¿Si les das comida se van a ir?
No lo sé, Alma. No lo sé. Pasame un cuchillo.
Afuera, el joven le inspeccionaba los cascos a la yegua, en cuclillas junto al animal. Faltaba luz, y el viento empezaba a soplar más fuerte y levantaba polvo del camino. No va a salir, dijo.
¿Qué?
Tendríamos que haberlo hecho a mi manera.
Estaba armado, dijo el padre.
No estaba armado.
Qué sabrás vos. Se le notaba. No se me acercó.
¿Y eso?
Qué sabrás vos.
Yo diría que mejor nos vamos. El joven se puso de pie y apoyó una mano en el anca de la yegua. Se nos viene la noche encima, dijo. El joven miró el cielo y se llevó el cigarrillo sin encender a la boca.
Corajudo sólo para el disfraz, sos. Me das asco.
No fue idea mía. El joven puso un pie en el estribo y montó.
A dónde pensás que vas. Bajate.
Ya lo encaramos mal desde el principio.
Bajate, te digo.
Cómo vas a hacer si está armado.
Soy tu padre. Vas a obedecerme, basura. Ahí viene.
Estrada salió de la casa, rodeó la camioneta y le alcanzó al hombre una bolsa de papel madera.
Muy agradecido, caballero. El hombre se llevó un par de dedos a la cabeza, pero no tenía sombrero. Metió la mano en la bolsa y sacó un pan. Y con relleno, dijo, mire usted. Tomá. Ignacio. Tomá. El joven bajó del caballo y se acercó hasta el portón. Tomó el pan sin mirar a su padre. Ahora andá yendo. Quiero hablar algo acá con el señor.
El joven montó su caballo, salió por el sendero y en el camino principal giró a la izquierda.
Discúlpelo, dijo el padre. No le dio ni las gracias, el maleducado. ¿El agua?
La Colonia queda para el otro lado, dijo Estrada.
Se oyó el ruido de un motor acercándose por el camino. Los dos hombres miraron, y vieron una camioneta blanca levantando polvo en dirección al caballo que montaba el joven. El joven espoleó al animal hacia la cuneta que bordeaba el camino, y cuando la camioneta pasó junto a él el animal se paró sobre sus patas y relinchó. Por unos segundos, caballo y jinete quedaron ocultos por una nube de polvo. Cuando el polvo despejó, el caballo estaba en medio del camino y el joven se golpeaba los pantalones con el sombrero, de pie en la cuneta. La camioneta se detuvo. Los hombres entrecerraron los ojos y Estrada tosió una vez. Saldías bajó de la camioneta y caminó hacia la casa. Vestía de civil. Su mano derecha descansaba sobre la cartuchera del arma. Miraba alternativamente hacia el hombre del portón y hacia el jinete del camino. Qué tenemos acá, dijo. Eh. Qué tenemos acá.
El señor y su hijo ya se iban, dijo Estrada. Sólo buscaban algo de comida para el viaje.
Para el viaje. Saldías se detuvo y se pasó un dedo por el bigote. Qué viaje. ¿Todo en orden, Carlos? Qué viaje, contésteme.
El joven se acercaba al tranco por el camino. Sin mirarlo, Saldías lo señaló. Quédese donde está. Quédese donde está. Y usted.
Qué.
De dónde viene.
De Cerro Viejo. Vamos a la Colonia.
Qué hay en la bolsa.
Cuál bolsa.
La que tiene en la mano.
Comida. Algo que me dio el señor.
Muéstreme.
Es comida, dijo Estrada. Tranquilo, Tito, los señores ya se iban.
No los quiero ver más por acá, ¿entendido?
Sí.
¿Entendido?
Sí.
El hombre montó su caballo y se fue al trote por el sendero. Alcanzó a su hijo en el camino, y a la par emprendieron un galope corto en la misma dirección que había tomado el joven cuando el padre le pidió que se adelantara.
A la Colonia, dijo Saldías entre dientes. Escupió en el suelo. Se volvió hacia Estrada. ¿Te dijeron qué querían?
Estrada tardó en responder. Vio a los jinetes alejarse entre el polvo y la oscuridad que empezaba a tragarse el paisaje. ¿Qué?
Si te dijeron qué querían.
Buscaban comida. Eso dijeron.
Saldías se acercó hasta el portón. Los hombres se saludaron. Me llamó tu mujer. ¿Ella está bien?
Sí, sí. No creo que fueran peligrosos.
Nunca se sabe. Hizo bien en llamar. ¿Cómo andan tus cosas? A ver cuándo pasan por casa a cenar. Eh, Carlos.
Sí.
Pasen un día de éstos. Marta siempre pregunta. Epa, pero qué grande está ese hombrecito.
Estrada miró hacia atrás y vio a su hijo junto al triciclo. El chico tenía la boca crispada. Los ojos le brillaban. Estrada fue hasta él y lo alzó en brazos.


VISIÓN NOCTURNA

Ni siquiera entrabas al pueblo. Te despertaba el soplido de los frenos de aire, esa indicación categórica de que el ómnibus, ahora sí, estaba detenido; y el ronroneo del motor, como un pie impaciente con demasiadas cosas que hacer como para esperarte un minuto más, la cadencia que seguirías sintiendo hasta mucho tiempo después, con las luces definitivamente perdidas en la oscuridad y el viento de la estepa trayéndote de vuelta de ese recuerdo urbano que te sugirió el último escape de combustible argentino.
Bajás los tres escalones, entumecido y amodorrado, y le indicás al hombre que el rojo es tu bolso inconfundible. Estás muy, pero muy lejos de casa. Y sentís por anticipado, y eso te sorprende, ciertas cosas innombrables que van a sucederte.
Así te dejan, tirado como una botella, al costado de una ruta que los mapas nunca reconocerán como verdadera. Rumiás tu sueño un poco más. Entonces, te llevás el bolso al hombro. Y al silencio del desierto, ahora, le oponés tus pasos, uno y otro y otro hasta alcanzar el ritmo, un ritmo nuevo, tan distinto de esos andares tuyos metropolitanos, pasitos indulgentes de vereda compartida.
Allá sobran las estrellas, te dijeron. Pero hoy el cielo, como ves, está cerrado. Y lo que puedas o no sentir al respecto, poco te importa. Si ya lo sabés.
El sendero te resulta familiar de un modo más bien cinematográfico. Porque claro, jamás estuviste en un lugar ni remotamente parecido a éste. Todo a tu alrededor está cubierto de arbustos espinosos que probablemente llevan siglos aferrados al suelo; ninguno crece más allá de la altura de tus rodillas, y con cada ráfaga de ese viento que ya empieza a molestarte los ves estremecerse, una torta de cumpleaños con velas sin luz.
A los senderos del campo, decía tu padre, se les dice huella. Repetís la palabra cuatro, cinco, diez veces, hasta vaciarla de significado, con una voz que apenas es más que el crujido del ripio bajo tus botas industriales. Huella. Y ripio. Ri-pio.
Ésta es tu película del desierto.
Al oeste, siempre al oeste. Te preguntás por qué los hombres no buscaban la fortuna o la gloria militar en el este, o en el norte, o al sur. Te gustaría oír el graznido de un cuervo, eso te daría miedo y coraje, el canto tribal de los guerreros, allá, a media hora de camino, alrededor de esas luces parpadeantes que no son fogatas. Te gustaría: lanzado hacia el oeste por algún oscuro afán de lucro o por desesperanza ciudadana o porque sí, kilómetros y kilómetros de polvo y calor hasta caer extenuado en los brazos iniciáticos de una Laura Ingalls adicta al cannabis.
Pero no es tu caso, a ver si nos entendemos. Sos la clase de tipo que en la torta de los encuestadores completa la porción más chica: optimista, saludable, un buen ingreso, sexualmente satisfecho; en suma: un tipo afortunado. Nada te falta, así que nada deberías buscar. Y esa depresión acotada de los domingos sin fútbol... ésa no califica. Tampoco tenés por qué contarle al encuestador que tu padre murió un domingo sin fútbol y que también tu madre murió un domingo sin fútbol, una coincidencia de lo más interesante, a decir verdad, y que te explica y te define –tu cara, tu conversación, la inusual atención que le prestás a tu hija– en esas horas que van desde la comida étnica del sábado hasta el despertador que jugás a apagar un segundo antes de que suene, lunes siete de la mañana lluvias intermitentes mejorando por la noche, mientras tu mujer murmura cifras abrazada a su almohada colombiana.
Las luces no se acercan ni se alejan. Aunque caminás a buen paso, sentís como si estuvieras ejercitándote en tu cinta de correr, siempre en el mismo metro cuadrado de tierra. Pero estás caminando. Esto es real, no una ilusión de canal de compras.
Era el año de San Diego Apóstol, quién no se acuerda. Y él te llamó una tarde, la tarde de un día que para vos fue de lo peorcito en mucho tiempo, y tu padre te alargó el teléfono con esa expresión en los ojos, como diciendo qué hice mal con vos, diciendo es tu hermano, hacé rápido. Y el tipo te explicó el asunto más o menos así, que se estaba despidiendo de todos pero que te necesitaba a vos para que le avisaras a los viejos, él no podía hacerlo, y enseguida pensaste ahí lo tenés, siempre tan sonriente y seguro de sí mismo, resultó ser un cobarde, te dijo que era por tiempo inde... una de esas palabras que él usaba y vos no entendías en aquella época, y te habló de un trabajo, dijo algo de unos pozos petroleros, pero vos preferiste colgar, para qué más, esa voz de noticiero y esa facilidad de palabra que siempre le envidiaste de chico, todo para qué.
Te cuesta calcular distancias a simple vista. Pero estás cerca, hasta las luces habrá otros... Para llegar hasta esas luces te falta... Sí, te falta bastante. Dejás el bolso en el suelo. Te sentás encima y fumás un cigarrillo.
Dejó atrás una esposa de la que te enamoraste y desenamoraste por lo menos cinco veces.
Es curioso, aunque tampoco te sorprende. Él, inteligente y rápido y sociable en aquellos años –o al menos eso opinaban todos–, termina viviendo acá, escondido y solo, o no, quién sabe, quizá lo acompaña la mujer viento o la mujer arena, porque todo termina remitiendo a lo mismo en este lugar. Y vos, el adolescente problemático, el de la puerta y la ventana siempre cerradas, la sombra... sin tiempo para atender tantas buenas amistades y contactos, ha sido una vorágine esta década, las manos que estrechan la tuya sinceramente impresionadas, las mujeres de los otros regalándote miradas oblicuas a través del humo.
Calculaste todo. Que entre viaje y peregrinación llegarías al pueblo al amanecer. No te equivocaste. Muy despacio, muy despacio, la oscuridad empieza a licuarse, a tus espaldas amanece, lo que significa que en tu ciudad ya es de día y que tu mujer va rumbo al trabajo y que el hombre que tiene sentado enfrente la entrevé desnuda entre sueñitos y barquinazos de subte.
Te ponés en marcha. Te gusta la expresión: Ponerse En Marcha. Suena tan... épica.
Nos dicen cosas todo el tiempo. Boludeces, filosofía, conspiraciones, en las noticias, en las reuniones, en las charlas de café. De acuerdo. Pero hay un tipo de información que te afecta de un modo más profundo, una información que más que por su contenido te inquieta porque está dirigida a una audiencia de uno, a vos solito, y que a su modo es terrible, por lo direccionado del mensaje, por la reacción que te provoca verte descubierto en los pecados ajenos, algo irracional y difícil de explicar y que sin embargo te hace sentir en falta, desenmascarado, expuesto; y esa información te llega en dosis mínimas, y entonces entendés al adicto que muere si la toma y que muere si no la toma, vos frente a tu pantalla plana, cada mañana, esperando ese correo electrónico que increíblemente traspasa todos los filtros personales y corporativos –porque ahora ya nadie tiene domicilio, hay en el aire mensajes que te buscan–, y lo recibís un día sí dos días no, tres días sí un día no, siempre otro el remitente, siempre igual el texto, muy claro, muy directo, para que decidas qué hacer, porque a eso te dedicás, a decidir, ahí está la información: usala. Lo leés, lo borrás, lo recuperás, lo copiás, lo arrastrás hasta un directorio y en el camino se te pierde y va a parar a otro, te inclinás sobre la pantalla cuando alguno de tus asistentes se acerca hasta tu oficina para mostrarte lo bien que trabaja, te hace una pregunta y te deja una carpeta como quien no quiere la cosa, soñando el aumento que le permita algún día salir de su barrio infectado, en lo posible con vida, y casi apoyás la cara en la pantalla, te avergüenza recibir ese mensaje, nunca te interesó el paradero del sujeto, tu hermano, y de pronto aparece alguien que desde algún rincón del planeta y sin pedirte permiso te devuelve parte de tu historia no vivida: y no hay misterios, aunque leas el mensaje de atrás hacia adelante, porque está muy claro, y es esa claridad, esa precisión sin entrelíneas lo que te enferma.
A veces respondés, pedís de buena manera que terminen con ese bombardeo sistemático, gracias, estoy enterado. A veces puteás, y te das cuenta de que por escrito las puteadas pierden toda su masa crítica y terminan siendo casi un elemento cómico en el texto.
Te dicen dónde vive. Te dicen cómo ir.
Y un día llegás a la conclusión de que es él mismo el que te manda los mensajes, oculto detrás de cifras y letras que cambian cada día. Es él, y quiere humillarte, quiere mostrarte que la ventaja comparativa todavía existe. Ventaja comparativa, maldito lenguaje de los negocios, se infiltra en tu cabeza y no te suelta. Vení a buscarme: ése es el mensaje detrás del mensaje; te espero para que veas lo bien o lo mal que me va; en cualquier caso, para que te sientas muy pero muy incómodo.
Alimentaste tu paranoia como un tesoro personal. Era evidente que a tu vida le hacía falta una obsesión, algo que la sacara de esa placidez vertiginosa que supone tener todos los frentes cubiertos.
Ahí estás ahora, a nada, doscientos metros, viendo el perfil de las primeras casas. Aparecen más, todas iguales, las ventanas abiertas, fanáticos de la madrugada, despiertos hace horas.
No le escribiste "Sé que sos vos". No. Lo dejaste hacer.
Árboles, ninguno. Falta poco para el verano y no podés dejar de pensar en el sol del mediodía derritiendo la carne, haciendo de cada casucha un infierno a escala. Cómo es posible vivir así. Qué anhelo autodestructivo lo llevó a elegir esta muerte en cuotas.
Del cielo cuelgan nubes como bolsas. Y después de pensar en tantos cómos y cuándos y porqués, es bueno que te detengas a sentir el entorno, tu nueva posición en el mundo: el aire, la sequedad en un sentido más amplio que el meteorológico, sin pájaros que anuncien el día, un perro que adivinás encadenado ladrando con la velocidad de un martillo neumático; el gusto a tierra en la boca, tierra y piedra pulida.
Contás treinta casas agrupadas en torno a un contenedor pintado de blanco. El cuadro te sugiere algo, una mamá osa rodeada de sus cachorros, una idiotez por el estilo. Al contenedor le han hecho aberturas: puertas, ventanas, una chimenea. Suponés, y es probable que estés en lo cierto, que ahí funciona la municipalidad o la delegación, o lo que sea que gobierne los destinos de esta gente. Hay más casas dispersas en los alrededores; esos deben ser los hacendados, pensás, los chacareros, con un sentido del humor muy propio de tus estados de fatiga. Ya estás cerca, y si hasta ahora el conjunto no te había impresionado, a medida que deshacés camino sentís que algo te pasa con el lugar, cada casa idéntica a la otra, sencillas pero limpias, cuidadas, paredes de material, techos de chapa, grises las paredes, grises los techos, como un barrio militar de la televisión en blanco y negro. Te internás en la... calle principal, tierra seca y arena, y sólo falta que de alguna esquina asome un cowboy, las manos a la altura de las caderas, el cigarrillo colgando de los labios. Sonreís apenas; tanta cultura audiovisual, pero nada te prepara para un pueblo fantasma en madrugada; otra vez arrastrando los pies, otra vez dejando caer los hombros, seguro de que detrás de una de esas ventanas mínimas está él, medio ojo entre marco y cortina, sabiendo ya qué decirle a las autoridades cuando le pregunten acerca de tu misteriosa desaparición. Y hablando de todo un poco: a quién podés preguntarle.
Las casas están numeradas. Elegís la 16 porque de la chimenea sale humo, lo cual indicaría que hay gente despierta, o al menos levantada. O tal vez no, quizá la estufa funciona en modo continuo, sin ser indicación del estado de sueño o de vigilia de sus habitantes. ¿Puede algo tan simple ser tan complicado? Nunca golpeé una puerta en madrugada, te decís, y la excusa está bien, vale. Pero no se espera de vos que dudes ya desde el principio. Todo lo que hiciste en la vida te llevó hasta este lugar... Aunque sabés que eso, por muy épico que suene también, no es cierto. Sólo se trata de un desplazamiento temporario de tu atención, este viaje. Tus preocupaciones son otras, ya sabemos. Pero no está mal pensarlo de esa manera: una sucesión de acontecimientos, tu vida, encadenados en un mapa que te trajo hasta la puerta que vas a golpear. Sabés que por un mecanismo anterior a la telefonía el pueblo entero está al tanto de tu presencia. Ya no hay vuelta atrás. Sos El Forastero. Títulos de apertura.
Te parás delante de la casa número 16, la que elegiste, y llamás.
Pasa un minuto, tal vez menos. Los pasos que oís al otro lado son livianos, ágiles, podrías asegurar que se trata de una mujer joven. La puerta se abre sin ruido de llaves, candados ni postigos. La mujer (no te equivocaste, era joven) sonríe, demasiado incluso para tus expectativas: eso es lo primero que te llama la atención; como si te reconociera o te hubiera estado esperando, no sabemos. Y lo segundo que te llama la atención es que la mujer es, de algún modo, bonita, más si tenemos en cuenta que va vestida como hombre y que no parece haberle dedicado al cuidado personal más de una hora en los últimos dos años. El bronceado más profundo que hayas visto en tu vida, pero inclemente, desértico, ese color que no viene del placer sino de un trabajo duro a la intemperie. Punto para ella. Descalza, con unos vaqueros gastados pero limpios, una camisa de operario que le queda demasiado grande, un gorro de la Exxon.
Buen día, te dice, sin perder la sonrisa. No esperábamos visitas del alto mando.
No reaccionás. Te gustaría ver mejor esos ojos, que se quitara el estúpido gorro con visera que le hace sombra en la cara. O usa pelo corto o lo lleva recogido. Algunos mechones asoman a los costados, rubios, decolorados por el sol; casi amarillos. ¿Te está hablando en inglés? Qué cara de idiota debés tener; no abrís la boca y la pobre piensa que no la entendiste, que sos un jerarca venido de Texas para controlar la marcha de los negocios en el culo del imperio. Por eso la referencia al alto mando. Entonces el gorro de la Exxon no es un souvenir. Entonces lo del petróleo era cierto.
Le explicás en veinte palabras quién sos, quién no sos, y a quién buscás. En castellano, por supuesto. El malentendido le arranca una risita, pero hay un cambio en su actitud, algo leve, un parpadeo, una pausa entre líneas. Tratás de parecer amable –lo sos cuando querés–, pero nada indica que la mujer vaya a invitarte a pasar. Ciertas reglas de decoro, de desconfianza citadina maquillada de falsa amabilidad, pareciera que siempre las lleva uno consigo, por lejos que nos encontremos de nuestras cálidas ciudades.
Hace tiempo que estoy acá, dice la mujer, y esa persona que usted busca, su hermano, ¿cómo dijo que se llama? (repetís el nombre), no recuerdo haberlo visto nunca, ni siquiera oí hablar de él.
No le explicás que eso es imposible, que el lugar es éste y que no cabe la menor duda. En cambio, sonreís y le restás importancia. Quizá se trata de una confusión, decís, aunque sabés que en ese momento sos, a los ojos de ella y ante vos mismo también, el ser más patético que haya pisado la tierra: viajaste treinta y seis horas por nada, basándote en datos falsos, en supuestos, en mentiras. ¿A quién querés hacerle creer entonces que el asunto no te preocupa más que una confusión de pisos?
¿Cuánta gente vive en el lugar?, preguntás.
¿En el campamento? Unas cuarenta personas. Muchas casas están deshabitadas.
¿Los conoce a todos?
Quizá de alguno se me escapa el nombre pero sí, los conozco a todos. Son muchos años, sabés (te tutea. Bien).
No sabía que la Exxon perforaba en esta zona, decís como al pasar, un buen comentario para abrir la charla en otra dirección.
Querrás decir en el país, corrige ella, más específica, con un aire entre pícaro y...
Sí, claro, a eso me refería. ...entre pícaro y sobrador.
Hay muchas cosas que no se saben allá, suspira, y ya no te gusta nada el modo en que se dirige a vos, qué es eso de allá, dicho en ese tono. Como si este agujero fuera qué. Pero no ves los pozos, no los viste en el camino tampoco, y se lo preguntás.
Estamos en la fase... cómo podría decirte para que lo entiendas... (ahí va otra vez) exploratoria, de estudio. Que ya va haciéndose un poco larga, la verdad. Problemas con el gobierno provincial, problemas de presupuesto... En fin, lo de siempre. Así que por ahora, cero drilling (¿cero qué?). Y aunque estuviéramos perforando, tampoco habrías visto los pozos. Esto es sólo el campamento. Así le decimos. El lugar en sí está a unos ochenta kilómetros.
¿Y por qué no instalaron el campamento allá?, preguntás, apelando a tu mejor sentido, el común. Pero parece que eso acá no corre.
Porque los campos no son nuestros, es la respuesta.
Pero van a perforar ahí, insistís.
Sí, tenemos el permiso, pero los campos no son nuestros. No podemos instalarnos. Por eso estamos acá.
Escuchás unos pasos, atrás y a tu derecha. La mujer mira por sobre tu hombro y levanta una mano. Buen día, Diéguez, cómo va, dice. Te das vuelta. El tal Diéguez es un hombre bajo, corpulento, que aparenta unos cincuenta años pero que probablemente tenga menos. La piel curtida, también, la frente surcada de grietas, aunque unos mofletes algo infantiles le compensan la devastación solar de la cara, una cara difícil, aunque no sabrías decir por qué. Buen día, ingeniera, dice. El hombre hace una reverencia con la cabeza y un gesto con la mano. Qué corteses son. Deben odiarse entre ellos, pensás, los ingenieros con los operarios, los operarios viejos con los nuevos, los geólogos con los ingenieros. El sistema de clases y la competencia profesional funcionan en todas partes. Que no te vengan con cuentos.
Los conozco a todos, dice otra vez la mujer dirigiéndose a vos, ahora en tono confidente, cuando el tipo está a buenos veinte pasos. Te volvés hacia ella. Sé de dónde vienen, dice. Hay de todo. Pero la mayoría buena gente, no te creas. Hay que convivir. Además del trabajo, mucho para hacer acá no hay, como verás. Los cumpleaños. Eso es lo más divertido. Qué sé yo. Se hace lo que se puede, concluye, con una mueca de resignación que no le va. Pero la pasamos bastante bien, dentro de lo que se puede decir.
No tenés ninguna observación para hacer.
Y con respecto a lo tuyo, dice recuperando la sonrisa, quizás el que sabe algo es mi marido. Está en el proyecto desde el principio. Si alguien puede ayudarte, es él.
Marido, pensás: tuviste que dejar caer la palabra.
Pero el tema es que está en la capital, dice. Llega recién mañana.
Sentís un cosquilleo o vaya uno a saber qué. Decís ahá como si dijeras va a llover o va a despejar, palabras huecas que se dicen por decir. ¿Qué clase de marido tendrá? Otro ingeniero, por supuesto. O geólogo. Para el caso es lo mismo. ¿Te está dando un mensaje? ¿Se te está insinuando? No es fácil saberlo, con tan pocos elementos. ¿A qué capital se refiere, país o provincia? Como si eso hiciera alguna diferencia. Necesitás una señal, un mínimo gesto, una mirada. Ya no leés a las mujeres como solías hacerlo.
Si querés, dice, (qué, qué cosa) la cocinera del campamento puede hospedarte.
Eso es todo por ahora, entonces. Y efectivamente: la mujer te indica cómo llegar a la casa de la cocinera, se despide de vos sin moverse de su lugar y cierra la puerta con suavidad, inclinándose todavía un poco para verte (¿es ésa la señal?), demorándose más de la cuenta, hasta que al fin la puerta hace clac. No oís ninguna llave, candado o postigo. Nada te impide girar el picaporte y pasar.
Cruzás la calle.
Siempre te jactaste de ser un buen negociador. De entrar en una discusión de precios con al menos una opción, una alternativa, o dos, la de máxima y la de mínima, y las intermedias también. Diste por seguro que lo encontrarías. Para verlo diez minutos, un día, no importa cuánto. Por ahora, sólo para saber cómo le va. Todo a su debido tiempo. Un abrazo livianito, sin demasiada carga afectiva. Pero no está. Y te quedaste sin opciones.
Qué te queda: comer, matar el tiempo y pasar la noche. Mañana el ómnibus que te trajo vuelve a pasar por la ruta, viniendo desde aún más lejos, rumbo a tu gran ciudad. Ahora dependés de la generosidad de alguien que te acerque. No querés volver a caminar por esa huella. La ingeniera debe tener una camioneta, pensás. Desvencijada, traqueteante. Noble. Y te lleva a no más de cuarenta kilómetros por hora, entre risas y miradas de reojo, queriendo y no queriendo que te vayas, la mano acariciándote la nuca, posesiva, después de haber pasado con vos la noche en el silencio más absoluto, gimiendo apenas, conteniendo el grito. Dónde estará esa camioneta, te preguntás. En viaje, seguramente: el marido geólogo, que durmió en un motel con la puta más abyecta del desierto y que ahora se dispone a salir, afeitado y limpio. Por supuesto. Si así somos.
Cuando abre la puerta, te impregnás del aroma a café y pan tostado. La cocinera –el estereotipo de cocinera–, gorda y amable, te invita a pasar, antes incluso de explicarle quién sos y quién te manda. De parte de la ingeniera, decís, y reparás recién ahora en que no sabés su nombre. Pero no te castigues más. A todos nos pasa.
Hablás de la ciudad, del delito, de la política y de tu trabajo. Hasta podría decirse que te cambió el humor, ahora que devorás el pan y los dulces y el café con leche como cuando volvías de la escuela. De lo que te acordaste. No seas angurriento, decía tu madre.
La mujer te muestra el cuarto; un cuarto despojado de todo, salvo de la cama. Cerrás la puerta, dejás el bolso en el piso y te quitás las botas. No querés dormir. Te deslizás entre las sábanas, bajo dos, tres frazadas. No querés dormir. Querés pensar un rato en todo esto que te está pasando. Querés pensar en tu esposa, también. Pero te dormís.
Y cuando te despertás, es de noche. Te levantás y descorrés las cortinas. Dormiste doce horas, por lo menos.
En la cocina hay un plato y un par de cubiertos esperándote. Algo huele bien. La mujer abre la puerta de la calle, el ruido a chapa que ya conocés. Estaba afuera hablando con la ingeniera, dice, siéntese que le sirvo. Guiso, no sé si le gusta. Se envuelve las manos con los bordes del delantal y toma la olla por las asas. La apoya en la mesa y llena el plato. Ya pensábamos que seguía durmiendo hasta mañana, dice.
¿Pensábamos?, respondés. ¿Quiénes?
No, es un decir. Yo pensaba.
Te sirve un vaso de vino y después otro. Esta vez no hablan, y por dentro agradecés que así sea. Te dedicás a comer, sin más. La mujer se va de la cocina rumbo a otra habitación. La oís abrir y cerrar cajones. Cuando terminás tu plato y tu tercer vaso, te levantás de la silla y te arqueás hacia atrás. Los huesos de tu espalda crujen.
Me voy a caminar un rato, anunciás, porque eso es lo que querés hacer. No tardo.
El tiempo que quiera, señor. Vaya nomás, la puerta queda abierta.
Salís a la noche, y un poco de abrigo no te vendría mal. Pero te gusta así, sentir el fresco, el aire limpio en los pulmones. Ves las estrellas. Era cierto lo que decían: sobran. Mirás hacia los costados, y la verdad, da lo mismo para dónde vayas, todo es igual. Hay una casa que te gustaría ubicar a simple vista, pero se complica con esta oscuridad. En algunas todavía hay luz. Para murmurar en las cocinas, para hablar de vos, para preguntarse qué te traés bajo el poncho. No te importa. Es tu primera y última noche en el campamento. Mañana estás viajando, otras treinta y seis horas. Vas a dormir durante el viaje, con suerte. Porque lo que es hoy, difícil.
Alguien dice jefe. Reconocés la voz. Te das vuelta y lo ves, parado a menos de diez metros de donde estás, como una aparición. No lo oíste llegar ni lo viste venir. Anda desvelado el hombre, dice Diéguez, no preguntando sino afirmando. Caminata digestiva, respondés, en tono campechano recién aprendido. Véngase con la gente a ver el fútbol, dice, y agrega, como si te hubiera leído el pensamiento: tenemos satelital acá.
Te quedás en silencio. Lo mirás.
Aquella casa, dice, señalándola. La ves: una de las que más alejada está del... casco urbano. Tardás en responder, o en empezar a caminar, lo que sea se supone deberías hacer. Vamos, dice.
Los pasos de él suenan más fuerte que los tuyos. Cerca ya, ves que es igual a las demás. Qué esperabas, acaso. Te hace pasar, y es como debe ser: austera y utilitaria. ¿Decorará sus ambientes la ingeniera? Te vas resignando a no saberlo nunca.
Te presentás recién ahora, nombre y apellido. Diéguez, dice él. Ya lo sabías. Le estrechás la mano. Te había invitado a ver el fútbol con la gente; raro, porque en la casa no parece haber familia ni invitados. Se lo preguntás.
No, es un decir, responde él (eso ya lo escuchaste antes). Soy solo acá.
De eso se trata: hablan de sí mismos en plural. Pensábamos que seguía durmiendo. Véngase con la gente.
El televisor está encendido, un partido de la liga chilena. Es lo que hay, dice Diéguez. Un poco extraño el tipo, pero te cae bien. No se está mal acá, dice, y te explica por qué. Hace una pausa para ofrecerte un cigarrillo. Se levanta para buscar algo en la alacena y vuelve con una botella de ginebra. Poco para hacer últimamente, dice. Pero mientras paguen. Salud. Los días treinta. Vienen y reparten. Nunca fallan. Poco, la verdad. Pero. Alcanza para vivir. Hace otra pausa para apurar su vaso. Es lo que hay, cierra. Ésa parece ser la frase con la que resume su actitud frente a la vida.
El partido se pone dos a dos.
Vea, le muestro algo, dice Diéguez, y vuelve a levantarse para buscar en la misma alacena. Trae un estuche azul, de tela de avión, acolchado, como esos que protegen cámaras fotográficas caras –como la que tenés y nunca usás–; pero no parece una cámara. Se sienta y lo abre. Se lo olvidaron unos gringos el mes pasado, dice. Turistas. No me pregunte qué hacían acá. Te guiña un ojo. Se los estoy cuidando, dice, hasta que vuelvan. Le devolvés el gesto, cómplice.
Un par de binoculares para visión nocturna.
El respeto que el hombre demuestra por el aparato es digno de verse. Lo manipula con sumo cuidado, lo toma apenas con la punta de los dedos. Suponías que eran sólo para uso militar. Aunque tal vez... No hay nada de malo en que lo usen civiles, ¿qué peligro puede haber? Pero estás seguro de haberlo leído en alguna parte, eso del uso estrictamente militar. Y si los turistas no fueran tales.
Diéguez aprieta un botón y el aparato se enciende. Una lucecita roja titila. Alta resolución, dice. Lleno de prejuicios, tardás un segundo en condenarlo: no tiene idea de lo que está diciendo. Pero eso, claro, te lo guardás. Son camaradas esta noche. Y querés que te preste esa cosa ya mismo. ¿Vio como cuando transmiten las guerras por televisión?, dice. Asentís. Bueno, así es como se ve. Sí, ya sabés: todo verde, con cifras y cuadrantes. Se levanta. Salgamos afuera, dice.
Frente a la puerta de la casa, tu compañero se lleva el binocular a los ojos. De pie junto a él, te cruzás de brazos y hundís la cabeza entre los hombros. La temperatura bajó por lo menos diez grados desde que saliste de aquella otra cocina. No es posible. Pero evidentemente hace muchísimo más frío que antes. Por lo demás, la noche es un placer: quieta, estrellada, un poco bebido ahora, jugando a los vigías del desierto, qué te parece. A que extrañabas eso de jugar.
Ponelo así: Diéguez el centinela otea el horizonte. Tiene los brazos plegados frente al pecho, el NW601 tomado con firmeza entre las manos, las piernas levemente separadas, el torso erguido. Barriendo cada metro de terreno. Vos te estás congelando.
Un espectáculo, dice.
Suponés que se refiere al alcance o al modo de ver las cosas, como en un videojuego. Aunque quizá no sea tan apasionante como parece.
Un espectáculo, repite.
Bueno, pensás, qué puede haber. Más que desierto y casas.
Reunión de mujeres en la despensa, dice, adivinando tu pregunta y sin dejar de mirar.
Qué despensa, Diéguez.
El contenedor que está a la entrada del campamento. Le decimos despensa. Es un poco despensa, boliche, salón de fiestas. Para juntar a la gente, vio.
Tal cual estás, cruzado de brazos, te ponés en cuclillas. Empezás a tiritar. No era la municipalidad, entonces.
Se juntan una vez por semana, dice Diéguez. A chusmear, a qué si no, y ya te irrita que siempre responda a lo que no llegás a preguntarle. De acá las tengo justo en la mira, dice. Derechito a la ventana.
Ya es suficiente, pensás. Le gusta mirar, quién sabe qué otras perversiones tiene. Querés meterte en la cama, en esa casa bien calefaccionada y con olor a guiso. Taparte, dormir. Tratar de dormir.
Un espectáculo, amigo.
Qué cosa, explotás, y si no es un grito es porque apenas podés balbucear las palabras, te castañetean los dientes, todos los huesos del cuerpo. Qué cosa es un espectáculo, Diéguez, alcanzás a decir.
Cuando se ríe.
Quién.
Cómo quién.
Te quedás callado. Mirás el piso, la tierra. Sentís su mano en el hombro y levantás la cabeza. Te está mirando. El otro brazo y el binocular descansan junto a su cuerpo.
Quién va a ser, dice, y te guiña un ojo.
Te ponés de pie. Te da vergüenza admitirlo. Pero escuchás la palabra en tu cabeza incluso antes de pronunciarla. Y cuando la decís, tu voz ya no tiembla.
Déme.

Tomás Rüprich nació en Córdoba en 1969. Es licenciado en administración de empresas y en 2004 su volumen de cuentos Sucede lejos (Editorial Altamira, 2005) obtuvo el primer premio en la XVII edición de los Premios Octubre, cuyo jurado integraban los escritores Elvio Gandolfo, Pablo de Santis y Liliana Lukin. Actualmente reside en Buenos Aires.

Thursday, December 22, 2005

El cielo naranja entre los árboles

Durante mucho tiempo intenté olvidar aquella tarde. Yo tenía doce años, y Lanús no me ofrecía más que otro sábado en el umbral de la casa de Nancy y Lorena, mis primas. Como de costumbre, ellas, nuestra amiga Marisol y yo escribíamos poesías en cuadernos y mirábamos a la gente pasar en bicicleta, cuando vimos a Juancho salir de su casa. No nos sorprendió: todos los fines de semana, cerca de las cinco de la tarde, Juancho aparecía en la calle con su clásico jean roñoso, su enmarañado y largo pelo negro, y el infaltable cigarrillo, consumido, misteriosamente, siempre por la mitad. Aunque en ese entonces a mí me parecía casi adulto, Juancho era apenas un adolescente, y dedicaba las tardes a conseguir limosnas para el que parecía ser su único objetivo vital: fumar marihuana al atardecer. Aquel sábado, además de su tradicional apariencia, vimos que cargaba un par de muletas que apoyó contra la pared antes de terminar su vaso de cerveza y su medio cigarrillo. La primera que habló fue Lorena.
– ¿Se quedó paralítico?
Mi prima Lorena nunca tuvo muchas luces. Años más tarde, ocuparía varias horas de cada fin de semana en teñirse los pelos del brazo para que le quedaran siempre rubios.
– Estúpida, ¿no ves que salió caminando y se sentó en la puerta? – contestó Nancy, la mayor.
Abandoné la trascripción de algún poema de Bécquer y me senté a esperar que pasara algo, aquellas muletas eran un verdadero misterio. Al ver que lo mirábamos, Juancho sacó el paquete arrugado de un bolsillo de su camisa y encendió un nuevo cigarrillo. Lo fumó en forma inusual, pausada, dedicándonos una miradita insidiosa de tanto en tanto. Minutos más tarde lo aplastó con cuidado sobre el piso, y después de estirarse el pelo detrás de las orejas, se agazapó. Por un momento pensé que sus ojos verdes me miraban a mí, pero luego comprendí que miraban a través de mí, hacia el horizonte más allá de Puente Alsina. Al darme vuelta supe que algo ocurriría pronto: en la otra cuadra, una anciana se dirigía hacia donde estábamos y arrastraba con parsimonia su changuito, tal vez cargado de papas y mandarinas.
Todos la conocíamos: era Lola, la gallega de Catamarca y Vera Cruz, caracterizada por su incomprensible castellano y su inconfundible olor a transpiración. Se decía que había recibido una considerable fortuna al enviudar, y que el gobierno español le enviaba dinero todos los meses por el sólo hecho de ser ciudadana europea. Y aunque los harapos que se tiraba encima para salir a la calle no se correspondían con aquellas historias, el mito de Lola Rica se había instalado entre los vecinos. Volvió a sorprendernos un comentario de Lorena, esta vez extrañamente violento para una chica tan rubia.
– Miren si le clava las muletas en las costillas y después le roba el chango y las llaves de la casa.
Juancho tenía la espalda encorvada, los hombros rígidos y los dedos de la mano semiabiertos e inmóviles: pintado de blanco y colocado en la intersección de Florida y Lavalle, hubiera pasado por estatua humana, y yo, de haber estado ahí, le habría dado una moneda para que se moviese y saltara de una vez por todas sobre su víctima. Quizás por eso nadie se atrevió a contradecir a Lorena: Lola Rica ensangrentada con dos muletas clavadas en sus costillas era algo demasiado cinematográfico para un barrio de casitas tan bajas, pero la tarea que Juancho parecía a punto de realizar alimentaba nuestras esperanzas de un sábado con un poco de acción.
– Espiemos por la ventana que es más divertido.
Marisol iba al colegio con Lorena y siempre había sido miedosa. Dos años menor que yo, tenía los ojos oscuros, como su piel, y chiquitos, como dos almendras recién nacidas. Su madre insistía en peinarla con dos colitas bien tirantes, ubicadas en el centro exacto de la línea imaginaria entre la frente y la nuca, y equidistantes de la prolija raya al medio. Nancy, hasta ese momento muy seria, empezó a reír después de escuchar el comentario de Marisol hasta que le saltaron lágrimas, y las lágrimas se mezclaron con sus mejillas sucias de tarde entera pasada en el umbral, y la cara le quedó roja y gris. Lorena y yo nos tentamos y pronto éramos tres las caras rojas y grises. Cuando se le agotó la risa, Nancy apoyó una de las manos en su estómago y suspiró. Luego habló con la misma voz profunda que usaba para contarnos anécdotas de su padre camionero.
– No, no vamos a entrar, Cuca – Nancy siempre la llamaba así, decía que Marisol era como una cucarachita, chiquita y negra - Nos vamos a quedar acá y vamos a ser testigos del asesinato – y como los ojos de Marisol ya parecían dos almendras de vidrio, continuó
– Y Juancho va a saber que lo vimos. Y nos va a matar para que no hablemos con la policía.
Pensé que faltaban segundos para que Marisol se pusiera a llorar, pero aunque el labio inferior le temblaba, logró contenerse.
– No le tengo miedo a Juancho – dijo, y apoyó con fuerza las manos en la cintura, como si quisiera afirmarse a la vereda.
Yo observaba con algo de culpa sus labios temblorosos, cuando de pronto se oyó un ruido desde la vereda de Juancho. Nos quedamos en silencio, salvo Nancy, que nunca sabía cuándo detenerse y en lugar de prestar atención a lo que estaba a punto de ocurrir, cantaba en voz muy baja, pero irritante, que íbamos a morir jóvenes. Apoyado sobre una de las muletas, Juancho intentaba levantar la otra, que se le había caído al suelo: la manga de su camisa se le había subido por encima del codo dejando la piel trigueña a la vista, y llegué a ver los pelos del brazo, negros como los de Lorena, que aún no se los teñía, y las manos, que parecían hábiles y fuertes. Cuando al fin logró alcanzar la muleta, levantó la vista y se cruzó con mis ojos durante algunos segundos. Me sonrojé, creo que él se dio cuenta porque miró para otro lado y terminó de incorporarse. Noté que no apoyaba el pie izquierdo y que torcía en forma extraña un brazo, como si lo tuviese roto. Entonces sentí aquel inmundo, poderoso y distintivo olor.
– Buenos tardes, Lola – Nancy la saludó con su voz más inocente, nos hacía caras espantosas cuando la gallega no la miraba, y cuando la miraba batía sus pestañas como un ángel.
Lola siguió de largo y con ella se fueron el olor y una serie de palabras que no llegamos a comprender. Quizás nos había saludado, no había forma de saberlo. Aprendé a hablar argentino, dijo Nancy en voz baja y Lorena le festejó la ocurrencia.
Yo también me reí. Antes de cruzar la calle, la gallega se detuvo y observó hacia ambos lados: tal vez pasaba el primer auto de la tarde. Juancho, lisiado, comenzó a acercársele y extendió la mano del brazo sano para pedirle una limosna. Aunque no escuchábamos lo que decían, quizás él le habría dicho déme un peso señora, una ayudita, si usted es millonaria, y mientras lo hacía le señalaba las lesiones que le impedían conseguir un trabajo digno. Lola, que avanzaba con la misma lentitud, negaba con la cabeza y después decía que no con el dedo índice.
En un momento se detuvo, llevó las manos hacia su pecho en clara señal de queja y luego hacia el cuerpo de Juancho en clara señal de desconfianza, tal vez le decía a quién querés engañar delincuente, si te conozco desde que eras así de petiso, o quizás le preguntaba ¿para qué querés la plata, para gastártela en drogas? Pero, lo deduje por su expresión, lo único que Juancho llegaba a entender de todo aquello era el no con la cabeza y el no con el dedo índice, ni una sola de las palabras de la indescifrable Lola Rica. Cuando comprendió que no conseguiría ni diez centavos, soltó las muletas, las tomó con sus dos brazos sanos y, después de acomodarse la camisa, volvió la media cuadra que había hecho durante la interpretación. Lola, al verlo tan saludable, comenzó a gritar y a agitar los brazos en clara señal de indignación, tal vez se quejaba de cómo sus padres lo habían educado o de la desfachatez para querer aprovecharse así de una pobre viejita indefensa. Después, cuando se cansó, siguió su camino, lenta, enigmática y olorosa como siempre.
Desilusionada, Nancy se sentó en el cordón de la calle y comenzó a tirar piedritas muy cerca de un viejo Peugeot 504 estacionado enfrente. Entonces Lorena nos pidió que nos acercáramos, parecía ansiosa.
– Démosle plata. A mí me sobraron veinte centavos del kiosco – y, después de tomar aire, concluyó – Si nadie quiere ir se la llevo yo, no me importa.
Nancy, que participaba desde el cordón, dijo que aquello era la estupidez más grande que jamás había escuchado, que lo que estábamos esperando no era ver un borracho feliz sino unas muletas clavarse en las costillas de Lola.
– Aunque, pensándolo bien, – agregó – sería divertido que Marisol le llevara la plata. ¿O te da miedo que te clave las muletas a vos, Cuca? – lo dijo en tono burlón, y después gritó - ¡Ojo con Juancho!
Tal vez él la oyó, porque lo vi mirarla mientras sacaba un nuevo cigarrillo del paquete y, fiel a su misteriosa costumbre, lo rompía hasta dejarlo por la mitad. Luego, lo encendió y pareció perderse en otros pensamientos. Marisol dijo que ella no quería darle plata a Juancho, y Nancy, que se había levantado y daba saltitos, repetía que Marisol era una cucarachita miedosa, ¡tiene miedo!, ¡la cucarachita tiene miedo!
– No – dijo Marisol, con voz incierta.
Festejando la idea de su hermana y la suya propia, Lorena me preguntó si yo tenía alguna moneda, veinte centavos es muy poco, me dijo, para darle esto mejor no le demos nada.
– ¿Tenés o no tenés? - insistió al ver que yo no respondía.
Yo tenía un peso. Los sábados me daban un peso con cincuenta y esa tarde no me había comprado muchas cosas. Darle la plata a Juancho me parecía una buena idea, pero Nancy se había empeñado en que cruzara Marisol y yo también quería cruzar hasta Juancho, acercarme a sus ojos verdes.
– Ah no, ya sé…no querés cruzar porque te gusta, ¿no? ¡A la cucarachita miedosa le gusta el negro Juancho! ¡A la cucarachita le gusta otra cucaracha!
Y si yo llegaba a decirlo, si llegaba a admitir que quería cruzar, Nancy no se olvidaría nunca y se reiría de mí hasta que tuviéramos cien años, todas se reirían de mí, le contarían a todos en el colegio y se enteraría mi madre y mi padre y de sólo pensarlo me daba vergüenza, nadie podía saber que me gustaba Juancho, nunca.
– ¡Confesá, cucarachita! – dijo Nancy antes de quedarse en silencio, la vista fija en los ojos de Marisol.
Marisol se sentó en la escalera y se cubrió los ojos con las manos. Lloraba. Yo no veía las lágrimas pero podía oírla, su pelo se movía apenas por el llanto y supe que aquel llanto tenía que ver con el miedo y con la vergüenza de llorar, con la vergüenza.
– Basta, Nancy – dije, y enseguida me arrepentí.
Nadie nunca se animaba a contestarle a Nancy, no valía la pena, ella jamás aceptaría haberse equivocado. Nunca nadie se animaba a contestarle y yo tampoco, pero aquella tarde le contesté. No sé por qué lo hice.
– Hagamos una cosa, yo la acompaño – le dije, con la esperanza de que aún no se hubiera enojado conmigo.
Nancy me miró seria. Parada al borde del cordón, dejó caer al piso las pocas piedritas que le quedaban en la mano.
– ¿Vos qué te metés a defenderla? – dijo, y después, cuando vi sus ojos, supe que no había terminado - ¿Por qué no te vas con los varones, nene? ¿O no tenés otra cosa que hacer que escribir poesías con tus primitas?
Lo peor fue la risa de Lorena, minúscula, oculta bajo sus manos. Marisol levantó la vista y me miró, había dejado de llorar. Después se acercó a Lorena, que jugueteaba con los veinte centavos, y dijo:
– Dame la plata.
Nancy me dedicó una sonrisa luminosa y después no volvió a mirarme. Yo no volví a hablar, en aquel momento lo único que podía era quedarme callado y lo único que deseaba era que me dejaran solo, que un sábado más pronto quedara en el olvido. Enfrente, vi a Juancho extender la mano y a Marisol soltarle las dos monedas. Me pareció que él le decía algo, pero fue tan breve que no pude estar seguro. Cuando regresó con nosotros, las colitas aún perfectamente tirantes, Marisol volvió a sentarse en la escalera y esperó que le preguntásemos algo. Como siempre, fue Lorena la primera en hablar.
– ¿Y? ¿Qué te dijo?
"Gracias, linda" – contestó Marisol, y miró a Nancy con sus ojos de almendra.
El inconfundible aroma de los atardeceres de Juancho llegó hasta nuestro umbral. Levanté la cabeza y abrí grandes los ojos: el cielo naranja se rompía entre los árboles. Entonces, luego de despedirme, vi las piedritas de Nancy amontonadas junto al auto viejo y las pateé dentro de una alcantarilla, las vi caer hasta perderse y supliqué por ellas, porque existiera la tarde en que, después de horribles túneles oscuros inundados de ratas, mis piedras llegaran al río y desde allí, al fin, al mar, inmenso y azul, tal como lo imaginaba yo cuando tenía doce años.


Invierno con sol

Ana agradece el aumento, vuelve a su escritorio y siente que más que estar agradecida debería ofenderse, al fin y al cabo trabaja ahí desde hace cinco años y nunca, a pesar de que se lo merecía, le dieron el aumento que en varias ocasiones se animó a pedir. Entrega todos los informes prolijos, al menos dos sábados por mes se queda en la oficina, y hasta le sirve el café a su jefa siempre tan ocupada. Pero no importa. Acepta y agradece. El dinero extra nunca viene mal.
Las horas se hunden de a poco como en un reloj de arena. Por lo general Ana quiere irse del trabajo, pero a veces le da lo mismo. Si llega a su casa a las nueve en lugar de llegar a las siete, tiene que esperar menos hasta la hora de cenar. Y después, cenar sola, quizás leer o mirar algo de televisión, todo esto también le gusta tan sólo algunas noches. Se le ocurren por lo menos cinco o seis trabajos mejores que el suyo, pero ninguno parece estar dentro de sus posibilidades. Esto la angustia aún más que tener veintiocho años y trabajar en un estudio contable. Veintiocho años es poco, pero a esa edad nadie se vuelve, por ejemplo, bailarina. Además, Ana piensa que hay personas que nacen hermosas, otras con suerte, otras con algún gran talento y otras, como ella, perfectamente normales.
El buscaminas le alivia la jornada. Ana se volvió una experta y juega en el nivel de máxima dificultad. Hoy, si el repentino timbre del teléfono no la hubiera desconcentrado, habría podido ganar, pero ahora el monitor se cubre de bombas que estallan en una detonación masiva y su jefa, su voz aguda en el teléfono, le recuerda que el informe del banco de Córdoba vence hoy. Ana aprovecha para ir a buscar otro café, el que tenía en el escritorio se enfrió sin que llegara a tomarlo. Antes, pasa por el baño y se queda unos minutos frente al espejo. Apoya las manos sobre las mejillas: la piel joven se estira perfecta y las pestañas se arquean sobre sus ojos marrones. Podría haber sido la cara de una publicidad de cremas hidratantes, o directora de cine. Podría irse de viaje. El agua fría en las manos le hace bien. Se arregla el peinado y decide que esa noche invitará a su madre a cenar. A su madre y también a Victoria, su mejor amiga. El papel con el que se seca, que cae a un costado del tacho de basura, contrasta con el brillante piso negro del baño.
Cuando al fin se hacen las seis de la tarde, Ana guarda sus cosas, se abriga y sale hacia la estación de subte. En el camino, se detiene en un cajero automático: hoy, que sabe que tendrá un mejor sueldo y que podrá ahorrar en seis meses lo que logró ahorrar en el último año, puede darse un gusto.
Empuja hasta que logra hacerse un lugar en el vagón. Junto a ella, un hombre de unos treinta años, traje gris y camisa muy blanca, habla por teléfono con una mujer llamada Verónica. Verónica debe haberle preguntado cómo fue su día. Ahora, qué desea para cenar. Ahora debe haber dicho "te quiero mucho". Otro hombre lee el diario. Una mujer joven carga a un chico de unos tres años y le acaricia el pelo con dulzura. No hay aire. Necesita salir pronto.
Las cinco cuadras desde la estación hasta su departamento están llenas de negocios de todo tipo. En el supermercado, compra el pollo y las verduras para la cena. Luego entra en un negocio de ropa de diseño exclusivo y se examina durante algunos segundos bajo la luz pálida del probador: el vestido de trescientos pesos deja a la vista sus piernas flacas y blancas, las rodillas algo chuecas y un pequeño moretón cerca del tobillo. Después, en la disquería, compra diez discos al azar y pide al vendedor que los envuelva de a cinco en dos paquetes diferentes. Sale apurada, le molesta la música fuerte y también el ruido de los motores de los autos.
Su departamento no es muy grande y para llegar hay que subir cuatro pisos por escalera, pero lo alquiló barato. "Luminoso", decía el aviso del diario. Ana pasa poco tiempo allí y cuando llega casi siempre es de noche, pero cuando algún sábado se queda todo el día sin salir vuelve a pensar que haber priorizado la luz al ascensor fue una buena idea: por la ventana del cuarto entra un rayo de sol que sólo se va después del mediodía.
Ahora ordena el living, prepara la comida y cuando se da cuenta ya son las nueve. Debe apurarse, sus invitadas llegarán en menos de treinta minutos. El baño se llena del vapor de la ducha. Hace algunas semanas le aparecieron varias manchas rojas en un brazo, se las vio un día, de pronto, y desde ese día sabe que debería ir al médico. Sus amigas le dijeron que puede ser una simple alergia, pero Ana teme que sea algo grave. Cada vez que ve las manchas se angustia, por eso ahora cubre el cuerpo con jabón y sólo llega a ver espuma blanca sobre su piel blanca.
En la cena, su madre habla del llamado que recibió de una hermana que vive en el exterior y Victoria cuenta que aprobó un examen muy importante de su carrera. Ana abre su bolso, saca los paquetes de la disquería y regala uno a cada una de sus invitadas. A su madre le tocaron tres de jazz y dos de brit pop. A Victoria, dos de música afro, uno de una banda argentina de moda y un disco doble de los Beatles. Gracias, ¿y esto por qué?, pregunta su madre. Ana les cuenta del aumento y entonces la felicitan, le preguntan cómo fue, por qué, desde cuándo, cuánto. Hubiera sido mejor decir que se los regalaba porque sí, piensa Ana, porque las quiero y punto. Victoria la mira con ojos grandes. ¿Estás bien?
Ana se levanta y lleva los platos hasta la cocina, dice que la esperen, que ya vuelve con el café. Mientras observa el agua caliente remover los restos en los platos, oye las voces de su madre y de Victoria que llegan desde el living. Sobre sus mejillas, apoya las manos ásperas por el detergente. Luego se acaricia los hombros y el cuello. Desearía irse a dormir.
El café amargo va muy bien con las galletitas de manteca que trajo su madre. Victoria puso el disco de los Beatles y tararea el estribillo de uno de los temas, es un regalo bien elegido, dice. Mientras tanto, la madre de Ana juguetea con las cajas de sus discos nuevos y pregunta más cosas a su hija, cómo va con la facultad, si terminó de tejer la bufanda celeste, si se hizo revisar las manchas en el brazo. El padre de Ana murió, ella no tiene hermanos y por eso su madre y Victoria son casi su única familia. Pero ahora, igual, y aunque las quiere tanto, en verdad desearía quedarse sola. Ya es casi medianoche.
Cuando sus invitadas al fin se van, Ana se queda en el sillón del living durante algunos minutos. De día, su barrio céntrico es tan ruidoso que es mejor tener todas las ventanas cerradas, pero de noche el silencio es muy agradable. Toma un sorbo más de la taza de café. Está frío, pero no le importa. Luego, pone un disco de Nina Simone, saca el vestido de la bolsa que dejó junto a la mesita de luz y lo extiende sobre la cama. Mientras baila, se saca la ropa de a poco, primero la camisa, luego el jean y por último la ropa interior. Podría haber sido actriz, o pianista. Se pone el vestido nuevo, la tela es suave sobre la piel desnuda y, otra vez, sus piernas blancas y flacas se dibujan en el espejo pálido del cuarto. Siempre creyó que debería haber nacido con un lunar, por eso ahora toma el delineador, dibuja uno muy pequeño sobre los labios y, después, acentúa delicadamente la curva de los ojos. Descalza, se acerca hasta el balcón y sale a la noche. Dos perros revuelven una bolsa de basura abierta en medio de la calle. Entonces, Ana respira el aire frío del invierno, asoma el torso por sobre la baranda y después, cinco segundos después, sabe que hoy tampoco logrará saltar hacia el asfalto.


Natalia Moret nació en 1978 en Lanús, provincia de Buenos Aires. Estudió Sociología en la UBA.
Publicó cuentos en dos antologías: Historias Breves (Sudamericana, 2001); Historias de Navidad (Entrecasa, 2005). Actualmente trabaja en su primer libro de cuentos.