Sunday, November 19, 2006

De noche, los juegos

A Laura Blanco

Las cosas en la casa habían cambiado, ahora había una beba que no paraba de llorar y ella debía conformarse con la vaca de peluche que le trajo bajo el brazo. Y se conformaba, a su manera, pero se conformaba. Pero también estaba la abuela, qué iba a hacer ella sin su abuela. Lili sabía que la abuela se estaba muriendo, y que tarde o temprano terminaría con ese trámite. Durante mucho tiempo, Lili creyó que el paquete debía cargarlo ella, que aquel trámite la tenía como mensajera. Lili creía que la línea entre la vida y la muerte la dibujaba ella, con crayones negros y amarillos, acostada en el piso de su casa o en la salita celeste, a un costado del patio de su escuela. Ahora sabía que no, esperando sentada en ese pasillo frío, mal decorado por manchas de humedad, sabía que los crayones no tenían sentido.
Seguro que quiere llamar la atención, es típico de los chicos cuando tienen su primer hermanito, ya se le va a pasar, dijeron la primera vez. Pero las cosas en la casa habían cambiado y seguían cambiando cada día más, las cosas en la casa cambiaban por y para Lili. La primera vez, las primeras veces, fueron objetos. Levantate de la cama, bajá las escaleras, abrí el armario en donde están los platos para las fiestas, sacalos, ponelos sobre la mesa del living. Bastaba que Lili dudase, entrecortase su mirada miel, para que la voz sentenciara: “Lo hacés o tu abuela se muere esta misma noche”. Y entonces Lili con los platos, sus manitos de seis años sacándolos uno por uno y sin hacer ruido, porque qué pensarían mamá y papá si se despertasen en la madrugada y ella estuviera ahí, arrodillada, sacando uno por uno con cuidado los platos de Navidad y apoyándolos sobre la mesa del living. Absurdo el silencio. En la casa no creían en duendes y, por la mañana, Lili –no pudo haber sido la beba- tuvo que limpiar y ordenar todo su cuarto. Y nada de golosinas Lili, y sí, un tirón de orejas para que aprendas.
Todas las noches durante la primera semana la voz le pidió que cambiara de lugar vasos, ceniceros, sillas, cuadros –lo cual implicó volver a mover las sillas para treparse y mover los cuadros-, servilletas y cubiertos. Hasta debió meterse en el cuarto de los grandes, sacar el cofrecito con las joyas de mamá y esconderlo bajo su cama. Al cofrecito lo encontraron, y se armó la gorda. Lili comenzó a pensar que la voz jugaba para los dos lados, porque cómo podía ser que siempre encontraran lo que ella escondía. Y para colmo la abuela, que seguía mal: no empeoraba, pero tampoco mejoraba.
La noche siguiente al cofre, abrió los ojos en la cama y sacó de bolsillo de su camisón el rosario que su abuela le había regalado. “Hoy no te pienso hacer caso”, dijo cruzando los brazos y arqueando las cejas. “Ya sabés qué pasa si no me hacés caso”, contestó la voz. “¿Quién sos?”, apretó con fuerza el rosario contra su pecho, “¿Sos Dios?”. “Vos no querés saber quién soy, no te gustaría saberlo”, amenazó. “Vos en lo único que tenés que pensar es en tu abuela, y en que si no hacés lo que te pido, ella se muere”. Lili suspiró, y en el suspiro dejó pasar, sobre la lengua y entre los dientes, una queja o un deseo: “Seguro que no sos Dios”.
La voz retumbó en la habitación. Era apenas audible, pero retumbó en las paredes y en la cabeza de Lili como un grito desaforado. Lili en la cama, el pelo rubio sobre la almohada blanca, su piel también blanca ahora enrojecida por los nervios y el temor, ladeó su cuerpo y en un solo movimiento se sentó y encajó sus pies en dos pantuflas rosas y peludas. Se paró, bajó las escaleras a oscuras y ahora ya no tenía miedo. Atravesó la cocina, la luz de la luna enfriaba la mesada y los azulejos, destrabó la puerta y salió al jardín. Hasta los grillos dormían en ese jardín, y entonces Lili se acostó en el pasto, se acomodó con cuidado de no pincharse con esas cosas del pasto que siempre la pinchaban, tomó las pantuflas y las puso debajo de su cabeza. Cerró los ojos.
El sol de la mañana le calentaba el pelo y el pelo le rozaba la cara, pero debía permanecer ahí, y con los ojos siempre cerrados, siempre cerrados como en el más profundo de los sueños hasta que llegaran papá o mamá. Escuchó los pasos en la escalera, el ruido de la pava en la cocina, apretó los párpados y los dientes y al fin el grito. Mamá explotó. Llegó papá también, pero no supo decir ni una palabra: se rascó los bigotes, los retorció, pero no se movió de abajo del marco de la puerta del jardín, sólo observó desde ahí como mamá gritó primero y golpeó después. “¿Qué tenés en la cabeza? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Hace cuánto que estás acá? ¿Vos nos querés matar de un susto a todos?”, dijo, y acompañó cada pregunta con tirones de oreja que pararon a Lili de un salto, hasta cerrar el cuestionario con una caricia en la cabeza. La voz lo había dicho bien claro, dormir en el jardín hasta que la vieran y mantener el juego en secreto. A cambio de eso, le revelaría su identidad. “¡Por Dios!”, dijo mamá mientras la bañaba a Lili, y Lili sonrió.
Esa tarde mamá y papá volvieron del hospital con buenas noticias, la abuela tenía una leve mejoría. Incluso, le dijeron, abrió los ojos y preguntó por vos, dijo que te manda un beso y que cuando salga van a comer vainillas con leche chocolatada en su casa. Pero no te ilusiones, Lili, tenés que pensar que la abuela está grande y enferma, que hoy esté mejor no nos asegura nada. “Quédense tranquilos”, contestó Lili, y papá y mamá se miraron desconcertados. Después papá se agachó, la levantó y le dio uno de esos besos con bigotes que ella tanto disfrutaba.
Llegó la noche y Lili dormía abrazada a su vaca de peluche cuando la voz la despertó. “Habrás notado que cumplí –le dijo-. Tu abuela está mejor y mucho mejor va a estar si seguimos con nuestros juegos”. Pero ella, como todos los chicos, no olvidaba las promesas. “Ahora me tenés que decir quién sos, ése era nuestro trato”. “No te apresures, hoy la abuela está mejor y mañana va a estar mejor aun, confiá en mí. Esta noche hacés lo que te digo y mañana hablamos. Si todo sale bien, entonces te digo quién soy”. A Lili no le gustaba que los grandes no cumplieran sus promesas y lloraba y pataleaba cuando eso pasaba, pero sabía qué era lo que le convenía. Entonces aceptó. Y la voz ordenó una vez más.
El escenario era distinto, no era el living ni el jardín, era un escenario peligroso, una tarjeta de sorpresa de un juego de mesa, de esas que podrían traer grandes complicaciones o la salvación. Lili bajó las escaleras muy despacio, era fundamental mantener el equilibrio y el silencio. No fue fácil tomar las llaves de adentro del secretaire. Fue paso por paso. La dejó sobre la mesa, tomó las llaves, abrió la puerta, la levantó de la mesa, salió y la apoyó en el porche. Envuelta en una sábana la dejó, y puso una pantufla rosa debajo de su cabeza. “Es por la abuelita”, le susurró antes de cerrar la puerta de entrada. La beba ni siquiera lloró.
Al amanecer la despertó el timbre sostenido, las corridas, los gritos y el llanto desesperado. Mamá entró a la habitación hecha una tromba de lágrimas, saliva y mocos, la levantó a Lili y le dio vuelta la cara de una cachetada. No se preguntó cómo lo supieron, la pantufla rosa no admitía coartadas. Sintió, por primera vez, que merecía el castigo, pero no lloró por eso, lloró sin parar preguntándose por qué la creían capaz de hacer todo eso sin motivo. Cómo nadie consideraba la posibilidad de que Lili no lo hiciera simplemente para llamar la atención. Pero era así, el veredicto de los grandes era así, Lili no soportó el nacimiento de su hermana y, a esta altura, era peligrosa su presencia en la casa. Debían separarla y, esa misma noche, Lili dormiría en lo de su madrina Ana. Al día siguiente, si era posible, la llevarían al hospital para que viera a su abuela. El juego de esa noche era decisivo, y ella se negó a jugarlo. Cuando la voz la arrebató de sus sueños de colonia de vacaciones, se sentó contra el respaldo de la cama y la hizo crujir. El cuarto estaba detenido en el tiempo, era el mismo en el que había crecido uno de sus primos segundos, y conservaba todos los detalles de una infancia que Lili, con una sola mirada, adivinó demasiado aburrida. Los aviones del estante debajo de la ventana dibujaban sombras cruzadas, telarañas de sombras sobre la pared. Lili, con la vista fija allí, escuchó a la voz pacientemente. “¿Sabías que mañana es un día muy especial para tu abuelita?”, le dijo. A Lili se le llenaron los ojos de lágrimas mientras tartamudeaba: “¿Se pu, pu, se pue, se puede morir?”. Y la voz contestó: “Puede salir del hospital mañana mismo si hacés lo que te digo. Si no, Dios sabe qué puede pasar”. “Si no me decís quién sos no pienso hacer nada”, gritó Lili. Quería que se cumplieran las promesas. “Hoy no”, contestó la voz. “Ayer me dijiste que no, y me prometiste que hoy sí". ”Tenés que hacer lo que te digo y tu abuelita va a estar bien, no te preocupes". ”No voy a hacer nada más, mis papás me odian –lloraba Lili-. Mis papás dicen que soy mala y peligrosa, yo los escuché, y es todo culpa tuya. No voy a hacer nada porque me pegan después. Y porque mi abuelita no depende de mí, ella está grande y enferma y no depende de mí. Desaparecé, no quiero que vuelvas nunca más”. La voz no contestó. Pasaron unos segundos, Lili se paró en el medio de la habitación y miró a su alrededor. La voz había desaparecido. Cuando iba a regresar a la cama, el ruido suave del picaporte la hizo volver su mirada hacia la puerta. Lili y un frío por la espalda, las manos temblando, la puerta que se abría despacio y un velo blanco asomándose. Cayó sentada y respiró profundo cuando vio a su madrina: “¿Estás bien amor? ¿Qué fueron todos esos gritos?”.
A la mañana siguiente sus padres la pasaron a buscar y la llevaron al hospital. Habían dicho a la tarde, pero pasaron por la mañana. Sin embargo, no había malas noticias para ella. Lili no los podía mirar a los ojos, sentía vergüenza por todo lo que había hecho. En todo el viaje, sólo el padre dijo algunas palabras: “¿Te vas a portar bien si te dejamos ver a la abuelita, no?”. Lili no contestó.
El pasillo en donde tuvieron que esperar era oscuro, los tubos de luz se apagaban cuando querían y volvían a prenderse con igual independencia. Hacía frío. Lili esperó sentada en los asientos azules. Papá la acompañó casi todo el tiempo y le compró alfajores y leche chocolatada. Mamá y la tía estaban más nerviosas, caminaban de un lado al otro, se detenían, conversaban en voz baja y seguían caminando. Lo único que sabía Lili era que en un rato más podría ver a su abuela, que –por alguna razón que no podía comprender- debía esperar.
Pasado el mediodía, los tacos de las botas de mamá y latía hicieron eco en todo el hospital. Al fondo del pasillo, antes de la última puerta blanca, ellas hablaron con un hombre de blanco y gorrito verde agua que Lili imaginó enfermero. Luego, el hombre enfermero se fue por la misma puerta blanca por la que había entrado, y Lili dejó el papel del alfajor a un lado mientras vio como mamá y la tía se abrazaban y se besaban y se frotaban los ojos como si trataran de salir del asombro. Las noticias no podían ser malas, tan pocas lágrimas debían ser de felicidad.
Papá conversó con mamá rápidamente y volvió hacia Lili.
-Hoy vas a dormir en lo de madrina Ana otra vez, también va a ir tu hermanita, ¿está bien?-, le dijo en cuclillas, frente al asiento azul de Lili.
-Sí papi, no hay problema, ahora me voy a portar bien- contestó Lili mientras le retorcía los bigotes con sus dedos.
-Gracias amor, porque mamá está muy cansada y yo la tengo que cuidar un poco.
-¿Voy a ver a la abuela ahora?
-Me parece que no, Lili. Va a ser mejor que esperes hasta mañana- dijo papá y, mientras se paraba, hizo una pausa para besarle la frente.
A Lili no le molestaba esperar. Tampoco le molestaba dormir con su hermanita en lo de madrina Ana, nunca le había molestado su hermanita, y menos ahora, que estaba feliz porque había comprobado que ya no dibujaba esa línea con crayones y que podía dormir tranquila. Lili estaba tan contenta que ya casi sentía el olor especial de la casa de su abuela, la chocolatada caliente y las vainillas llenas de azúcar. Mamá se acercó a saludarla con una sonrisa en la cara y la abrazó fuerte.
-Mami, ¿me podés pasar a visitar hoy por lo de madrina Ana?- dijo Lili.
Por el pasillo, un hombre llevaba una camilla vacía sin apuro, Lili pensó que las rueditas eran iguales a las de los carritos del supermercado, y mamá se dio vuelta sólo un instante para mirarla.
-Me encantaría bebé, pero con papá y la tía tenemos que preparar muchas cosas para despedir a la abuela. Vos descansá, es mejor que te quedes con los lindos recuerdos que tenés. La abuela está en el cielo y pensá que siempre, cuando quieras, vas a poder hablarle.

Octavio Tomas nació en 1983 en Buenos Aires. Estudió periodismo en TEA y trabaja en la editorial Perfil desde que egresó. Está escribiendo un libro de cuentos titulado “Los miedos”, al que pertenece este relato.